No fui al cine cuando salió Jurassic Park. Mis padres no me llevaron porque la propaganda les pareció muy violenta, para un niño de cuatro años. La vi en casa de un compañerito del jardín un año y pico después y, si he de ser honesto, recuerdo muy poco de aquella primera vez. Sólo escenas icónicas, como Roberta deshaciendo de un tarascón la cerca electrificada, zampándose al cobarde Genaro y un rato después al Gallimimus más lento de la manada ¿O debería decir bandada? Y, cómo no, la lucha del final con los velociraptores.

Los diálogos de los protagonistas se irían grabando en mi memoria a través de innumerables transmisiones televisivas, y hoy presumo con cierto orgullo que puedo repetirlos de pe a pa. Voy susurrando las conversaciones junto con los actores, cuando la veo en plataformas digitales que, aunque ofrezcan la opción del idioma original, sigo eligiendo el doblaje latino. Vuelvo a la Isla Nublar cada vez que lo deseo y tengo tiempo, sin moverme de mi escritorio. Enciendo la computadora, reclino mi asiento, apago la luz y al asomar el logo de Universal Studios en la pantalla sonrío recordando cómo me emocionaba cuando llegaba a casa la revista del cable y se anunciaba Jurassic Park para tal fecha a tal hora en tal canal. Agendaba el día y cuando llegaba, era el dueño indiscutido del control remoto.
Perdón, me puse nostálgico (soy Millenial, me enteré hace poco) Vuelvo a 1993, porque hay algo de aquel año que recuerdo muy bien, por la indignación que me causó después. Y es que las jugueterías de mi ciudad, aprovechando el furor que el nuevo film de Steven Spielberg estaba causando en el público, hicieron pasar el muñeco de una peli vieja de Godzilla por el Tiranosaurio del Parque Jurásico. Yo solo sabía que el Tyrannosaurus Rex era el dinosaurio carnívoro más grande de todos los tiempos. Como dato curioso, por aquellas mismas fechas se desenterraron en la Patagonia los primeros restos fósiles del Giganotosaurus Carolinii. Pero el hallazgo cobraría estado público tiempo después, de modo que el título de rey de los dinosaurios aún le hacía justicia al protagonista de la franquicia jurásica cuando se estrenó.

Como iba diciendo, yo sabía del T-Rex lo que había oído de él: que era un monstruo aterrador, con enormes dientes en sus fauces, que se podría haber comido un diplodocus entero y que la tierra se estremecía bajo sus pies. Y esa miniatura del Godzilla de los 70’ (1974, según la investigación que realicé años más tarde) parecía feroz en verdad. Por lo que, al igual que todos los niños que habían visto la propaganda, ansiaba tenerlo. Pero debía ser bastante caro, porque cuando se los pedí a mis padres me dijeron que lo pensarían. Desde luego, aquellos que lo tenían lo llevaban a todos lados, para envidia de los menos afortunados. Mi amigo Felipe me dejaba ver el suyo, pero no tocarlo. Les imploré de nuevo a mis padres, y dijeron que tal vez sería mi regalo del día del niño, para que los dejase en paz. Pero a pocos días del GRAN DÍA me dijeron que lamentablemente estaba agotado en todas las jugueterías a las que fueron, y me regalaron un kit de animales de la selva que fui perdiendo en sucesivas aventuras en el arenero del jardín. Me angustié en grande. Estaba muy decepcionado.

Pero a finales del año siguiente, Jurassic Park finalmente salió en VHS (por si sos centennial y no sabés qué es una videocasetera, en los 90’ las películas tardaban bastante en ser adaptadas a ese formato para su distribución) Los padres de Felipe la alquilaron y me invitaron a verla en su casa. Entonces descubrí con estupor el timo: el tiranosaurio era ciertamente majestuoso y su primera aparición en pantalla me hizo erizar hasta los pelos que no tenía. Pero no se parecía en nada al muñeco de mi amigo. Solo tenía dos dedos en sus ridículamente cortos brazos, no cuatro en cada manota, y su cabeza era mucho más grande en proporción al resto del cuerpo. No arrastraba la cola ni tenía el lomo cubierto de placas óseas. Se lo dije a Felipe apenas Roberta cruzó la cerca, con el corazón en la boca, y se enojó. Más por haber herido su orgullo que por el muñeco en sí, porque hacía tiempo que ya ni lo usaba. El Godzilla setentoso juntaba polvo con otros juguetes viejos en un cajón de su habitación. Creo que hasta me lo habría prestado, si se lo pedía. Simplemente le molestó que le haya hecho ver que lo engañaron. Le vendieron gato por liebre, no solo a él sino a miles, tal vez millones de niños en todo el país.

Esos taimados comerciantes se hicieron la América con la fiebre jurásica y yo, treinta años más tarde, me sigo preguntando si ningún otro pibe se quiso dar cuenta o a nadie le importó. Y agradezco que mis padres no hayan conseguido el cachivache en ningún lado. Grande habría sido la bronca del desengaño, y de todas formas lo hubiera perdido como a todos mis juguetes.
